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sábado, 20 de noviembre de 2010

En el centenario de Lezama Lima

Tres imágenes posibles

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“¿Por qué se disfrazan así los ángeles?”, se interroga Luis Cardoza y Aragón ante el paso avasallador de un rinoceronte asmático y acezante. Diríase lo mismo de cualquier entidad poderosa que con un rugido –resuello de catacumba– echara a andar su mole catedralicia. Es Lezama-Cemí absorto ante el mundo de los símbolos y los arquetipos; el de la fijeza placentaria que configura su “orbe poético” (su imago, diría él) a partir del sueño primigenio. Por eso también se ha dicho que escribía como soñaba, no como hablaba. Virgilio Piñera precisa: Lezama no entrevió su “futuridad” de intelectual sostenido apenas en vilo ante el abismo de tres posibilidades: la de conversador, poeta o novelista. Agregaríamos la de ensayista si no fuera porque sus ensayos son poemas y viceversa. Se sabe que él no se consideraba fundamentalmente novelista sino poeta; en cuanto a lo de conversador, supongo que siempre hizo suyo aquello de In principium erat verbum y de que el verbo sólo se realiza en la palabra y se nutre de las guturales raíces humanas. Una imagen imposible de Lezama sería idealizarlo ante un abismo, a las puertas del inferno disimulado de Foción o Cemí. Lezama-Licario. Una posible es –delirio barroco de por medio– verlo abastecerse de faunas y floras en el estrecho (para él) laberinto del logos y la metáfora. Toda recreación es un alegato lírico, toda invención es retórica: la imagen posible de Lezama es una sinestesia; un ornamento que hechiza y enmudece al más bien pintado de los serafines.

2

¡Cuántas atrocidades se han cometido en nombre de la rebuscada inteligencia! Cuando Lezama escribió (no dijo) en La Expresión americana: “Sólo lo difícil es estimulante...”, no se refería a ningún sistema poético en particular sino a la reconstrucción (visión histórica) del sentido del conocimiento en el mundo occidental y, concretamente, en la América criolla. Véase si no la continuación de la cita: “sólo la resistencia que nos reta es capaz de enarcar, suscitar y mantener nuestra potencia de conocimiento”, y ahí se sigue precisamente desenhebrando el hilo conductor de una expresión continental que aprendió a ser desde sí misma; tropezando a veces con un rancio clasicismo, otras con las frivolidades parnasianas, otras más con la deserción caprina de las vanguardias. Para Lezama la apropiación (y el dominio) de un sistema lingüístico es el inicio del sentido morfológico de la integración americana. Entonces dedicará sus ensayos más brillantes (¿hay otros?) a reconstruir los cimientos monumentales que, de una u otra manera, dan legitimidad a esa expresión.

Sus varios libros de ensayos (Analecta del reloj, La expresión americana, Tratados en La Habana y La cantidad hechizada…), podrían ser uno solo. En todos reincide en dos temas centrales: poesía y pintura. Ah, pero aun cuando escribe sobre Matisse o Picasso está haciendo poemas. Ensayos-poemas. Novelas-poemas. ¿Qué es en realidad Lezama? Las tres imágenes posibles se reducen a una. No es casual entonces que sean poetas a quienes corona con reverberantes elogios: Saint-John Perse, Paul Claudel, Martí, Mallarmé. Pareciera que sus ocupaciones literarias son más bien preocupaciones estéticas y místicas: uno es “el historiador de las lluvias”; otro el “deudor sanguíneo” del catolicismo; uno más el “ente fabulador” que consume las raíces broncas del Paraíso; en el último ve el reflejo de un “destello cabalístico”.

Y ya ni hablar de sus demás objetos de veneración a riesgo de caer en la herejía. Caso especial en el santoral de Lezama-Obispo son Juan Ramón Jiménez (“serpiente de cristal”), Garcilaso (“el extraño”), Góngora (“rey de los venablos”) y Julián del Casal (el “delicioso” mártir ). Poetas todos. Poetas que se hacen invisibles por la máscara o la transparencia.

Aparte de la ubicuidad y de las sandalias desechas en los meandros, ¿qué más importa de una biografía?

3

La presencia de Lezama Lima en la Capilla del Rosario es un retruécano, pero también una referencia obligada: “Recuerdo que en una ocasión, hace ya bastantes años, me encontré en la Basílica (sic) del Rosario, en Puebla, y allí, realmente, mi alma encontró una expresión que era totalmente americana: el ornamento cubriendo las paredes desde el suelo hasta el techo, reverberando de plata y de todos los materiales en fiesta de la naturaleza.” (Margarita García Flores, Cartas Marcadas [Entrevista a J.L.L., marzo de 1967] UNAM, 1979, p. 14). De ahí se desprendió sin duda su tesis de que el barroco americano, si bien no es ajeno a las directrices estéticas europeas, sí apuesta todo al goce, a la mirada erotizante, al asombro. Está regido por la unidad, por el aprovechamiento minucioso y (¿por qué no?) perverso del espacio: riqueza ajena al dispendio.

Si no fuera porque la iconografía católica sufre de estrabismo, Lezama podría ser un mártir de retablo, un místico que combate –destellos tropicales en mano– realismos execrables: “El realismo trataba de que el autor de una novela fuera, en infinitas metamorfosis, sumergiéndose en la vida de cada uno de sus personajes. Entonces lo veíamos disfrazado de personaje balzaciano, de viejito, de aldeano, y el escritor tenía que sufrir todas esas metamorfosis.” Tal vez por eso percibió, en un momento en que la matemática parecía predominar sobre la reflexión crítica, el riesgo de admitir como anatemas las categorías prelógicas e ilógicas que Valéry atribuía al origen de la poesía. Opuso, entonces, al fariseísmo cerebral el desvarío órfico. Fue y vino –acezando siempre e ignorando las vulgaridades de la “literatura revolucionaria”– en busca de su Eurídice: la summa expresiva. He ahí a Lezama-San Juan muy en su papel, con temperancia muy ad hoc abriéndose paso entre tanta mulata, y perdiéndose (¡milagrosamente!) en su espesa Patmos bullanguera.