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viernes, 31 de marzo de 2017




POETA DE TODOS: JUAN BAÑUELOS (In memoriam)

Es triste colgarse de la memoria de nuestros muertos, tanto como sacar nuestros mejores pasos de baile cuando el salón ya está vacío y se empiezan a apagar las luces. Triste pero irremediable costumbre de no acabar de soltarse del brazo exánime. Mi trato con Juan Bañuelos inició a principios de los años ochenta, cuando un par de queridos mecenas me animaron a acercarme a su taller en el Instituto Cultural México-Cubano “José Martí”  y subsidiaron mis viajes cada fin de semana, durante más de un año, al entonces Distrito Federal. El puñado de poemas que llevaba para pasar el filtro (unos setenta aspirantes, creo) e integrarme a su taller quedó reducido a dos textos que, sin duda, tenían la impronta del maestro: “Para saber que estamos vivos” y otro que por entonces empezaba a tomar forma: “La casa de enfrente”. (Las casualidades a veces son crueles y por estos días autofestejé precisamente los 35 años de publicación del librito donde están incluidos ambos).

                Hay tres momentos que hoy se me agolpan en la relación con Juan durante estas décadas: hacia 1981, desafiando una tormenta citadina, pude llegar chapaleando al taller casi convencido de que no encontraría a nadie sesionando (¿alguien estaría tan loco como para asistir en pleno diluvio y presenciar estoicamente cómo sus poemitas eran trasquilados, carajeados, amonestados y, finalmente, con bondad magisterial, sancionados? Nadie en su sano juicio o en insana sobriedad). Pero Juan estaba ahí, solo y su traje, solo y un libro de poesía indígena, solo y su bigote. Así que la fortuna, el aguacero y la formalidad del poeta obsequiaron al renacuajo empapado una tarde exclusiva de charla y aprendizajes memorables.   

                En 2002 salió a la luz “Permanencia en el vértigo”; yo había decidido hacer sólo una presentación del libro, con un presentador de lujo. Con el apoyo de Joel Dávila la hicimos en Tlaxcala y, por supuesto, con la presencia honorífica de Bañuelos. Como era su costumbre, el maestro tomaba notas, garabateaba sus impresiones y desarrollaba líricamente su locución. Eran los días del bombardeo criminal a Irak por los gringos y aparecían en los periódicos fotos terribles; una de ellas, la de una muchacha con el rostro sangrante, pespuntado por las esquirlas, y la mirada llena de orfandad, me sirvió de marco para dedicar esa lectura. Pasado el ceremonial cuasiquinceañero de las presentaciones literarias (como dijera otro bardo chiapaneco), nos quedamos ambos Juanes charlando largo rato sobre la “cuesta de la guerra”, esa maldición humana que entrevió con tanta lucidez Roger Caillois muchas décadas antes.      

                Nuestro último encuentro presencial fue hacia 2011 en la librería de la Universidad Iberoamericana Puebla. Casual como otros, pero entrañable siempre. Estaba decepcionado por la parsimonia con que el Fondo de Cultura Económica tomaba la publicación de su Poesía completa, prometida varios años atrás. Para confortarlo, le dije que El traje que vestí mañana (Plaza y Janés, 2000), su elegante obra reunida, no era un libro de ocasión, sino de etiqueta. Sonrío por la ocurrencia. Cuando me preguntó “¿Qué escribes ahora?”, le hablé a tropezones de un par de proyectos, distraído, casi sin concentrarme en la respuesta: había sentido el espaldarazo magnánimo del maestro que sabe que otra pregunta (¿Aún escribes?) ya sobraba. Eso imaginé. Y eso asusta viniendo de quien viene. Nos despedimos y quedamos de vernos en unas semanas… Había empezado a llover, leve, de risa.  

                Mi siguiente contacto con Juan ya no fue personal, sino a través de un libro-homenaje a su trayectoria que publicaron la misma Ibero y la UAT en 2013: colaboré en la corrección de estilo, diseñé los forros, los ilustré con una pintura mía y escribí la cuarta de forros. Sí, ya sé que suena abusiva la primera persona en esa labor editorial. Ni modo. Pero eso significaba: una manera de reencontrarse sin encontrarse. Ignoro qué opinó Juan sobre el diseño y las palabras, pero es seguro que vio en ellas un abrazo efusivo y un gesto más de admiración. Dice el texto de la cuarta: “Precario es el intento de atisbar la dimensión de una obra poética que, forjada en más de cincuenta años de oficio escrupuloso, ensancha sus cepas olorosas a resina a lo largo y ancho de ese mapa llamado México que se mira largamente y duele. Quizá por esto la de Juan Bañuelos es poesía que trepa buscando alta luz sobre los muros del agravio y el desconsuelo; otea el aire enrarecido que dejan a su paso las mesnadas bárbaras y denuncia, pero nunca pontifica ni hace suyo el sermón utilitario de la propaganda. Dada su raigambre, esta poesía no precisa homenajes ni recompensas para cumplir sus haberes con sabiduría decantada en las letras hispanoamericanas”. Ahora más que nunca eso creo.

                Alguien apaga la última luz del salón de baile, pero hay música y poeta para rato. Su nombre: Juan Bañuelos.