Chatterton: la lívida impostura
La biografía de Thomas Chatterton no es muy diferente de la de otros poetas románticos del siglo XVIII. Acaso agregaríamos que su figura trascendió no tanto por los esfuerzos detectivescos de la historia y la crítica literaria, sino por su faz lívida y desamparada que supo retratar Henry Wallis en 1856, donde se observa al joven poeta exánime sobre un camastro, con una ventana abierta al fondo donde trasluce la marea de tejados de un Londres brumoso, y un baúl situado al pie de la cama que rebosa de papeles olvidados. Esta imagen habrá de perdurar hasta hoy, sin que haya habido muchos intentos serios por rescatar y ubicar en su dimensión real al Gran Impostor.
Esta es su breve y trágica historia: bristoliano –como Daniel Defoe–, Chatterton nace en 1752 y pronto iniciaría su recorrido por el laberinto de algo que podríamos llamar escritura paralela. Dos hechos marcaron la personalidad hermética del poeta: sus graves problemas de aprendizaje durante la infancia y la intolerancia materna hacia la sensibilidad artística de la familia (se cuenta que Chatterton empezó a escribir poemas después del trance que sufrió al ver a su madre romper algunos apuntes musicales de su padre.) En el Colton Hospital de Bristol ingresa a estudiar (o soñar), y a los 10 años de edad ha escrito ya un largo poema épico: “La última epifanía”. En adelante se acentuará su pasión por los laberintos góticos y las truculencias medievales, al grado de dar vida a la leyenda de los manuscritos del monje Thomas Rowley quien, supuestamente, habría escrito alrededor de 1464 los poemas “Excelente ballada of Charitie” y la égloga “Elinoure and Juga”. Dichos pergaminos (debidamente envejecidos por el poeta) son enviados al editor inglés James Dodsley en 1765 y, casual y misteriosamente, van a parar a manos de (nada menos) Horace Walphole, quien entusiasmado saluda al “nuevo Chaucer” y posteriormente habrá de convertirse en uno de sus más rabiosos denostadores. Lo que sigue es el colofón de una existencia incomprendida: Chatterton tiene 17 años y parte a Londres con la idea de estar más cerca del núcleo cultural de la época, sin embargo ya el hambre y la muerte lo asechan y sólo logra cobrar algunos chelines por unas cuantas colaboraciones en diarios de segunda. Obligado a admitir sus falsificaciones literarias, decepcionado y hambriento, la tarde del 24 de agosto de 1770 compra con el poco dinero que le sobra un frasco de arsénico, se refugia en su cuartucho en Brook Street, rompe todos sus manuscritos e ingiere el veneno que pone fin a sus días tormentosos.
Todo un romántico, sí, pero un romántico al que la historia literaria ubica en el periodo anterior al de la fundación propiamente dicha del romanticismo inglés: 1798, año de publicación de las Baladas líricas de Wordsworth (que causalmente nació el año de la muerte de Chatterton), quien junto con Coleridge dedicarían poemas a quien consideraban precursor de su movimiento; el primero en su Resolution and Independence (1807): “Y pienso en Chatterton, el niño maravilloso…”; y el segundo en su Monody (1790): “A ti, Chatterton, estas piedras no consagradas protejan de la penuria y las tierras heladas del abandono”.
Las referencias sobre Chatterton ocuparían un estudio más ambicioso; aquí sólo mencionaré algunas al vuelo, y no precisamente guiado por un sentido cronológico: Cortázar tiene la visión recurrente de ver retozando en su jardín fantástico a tres faunos ingleses: Chatterton, Bob Burns y John Keats; Alfred de Vigny dramatizaba en 1835 los últimos minutos de vida del poeta, y el mismo año Ruggero Leoncavallo pone en escena esa pieza; en 1856 Henry Wallis pinta el mencionado cuadro de la muerte de Chatterton; Peter Ackroyd, también investigador profundo de la vida de Oscar Wilde, publica en 1987 la biografía novelada Chatterton; Keats dedica su Endymion (1818) a la memoria del poeta muerto; en México, y al parecer por primera vez en nuestro idioma, George Godoy incluye a Chatterton en su antología Poetas ingleses, editado por la SEP en 1946.
Las versiones y “subversiones” que incluyo aquí (y que fueron publicadas hace algunos años en el suplemento cultural Catedral) constituyen no sólo un juego de continuidad impostora, sino la preservación de una naturaleza literaria (la “otredad”) prevista por Chatterton hace más de doscientos años.
VERSIONES/SUBVERSIONES
Bacanal
¿Qué es la guerra y todas sus alegrías?
Inútil desgracia, sonido hueco.
¿Qué son las armas y los trofeos conquistados?
Estrellas brillando al sol.
Rosado Baco, dame vino,
La felicidad está en ti.
¿Qué es el amor sin la copa?
Es una tristeza en el alma.
Coronada con hiedra,
Venus me subyuga.
Baco, dame amor y vino,
La felicidad está en ti.
Canción del bardo
¡Oh! Canta conmigo la melodía
Vierte una salada lágrima
No bailes más en este día de fiesta
Mi amor está muerto
Partió a refugiarse en su lecho mortal
Bajo las ramas del sauce
Negra su cabellera como la noche invernal
Blanca su túnica como nieve de verano
Rojo su rostro como el amanecer
Yace hundido en su fría tumba
Mi amor está muerto
Partió a refugiarse en su lecho mortal
Bajo las ramas del sauce
Dulce su canto como las notas del zorzal
Ligero como un pensamiento
Hábil su tambor, vigoroso su golpe
¡Oh! Ahí yace a la sombra
Mi amor está muerto
Partió a refugiarse en su lecho mortal
Bajo las ramas del sauce
Aquí sobre la tumba de mi único amor
Depositaré las flores marchitas
Y ningún venerable santo podrá
Salvar de tanta frialdad a mi doncella
Mi amor está muerto
Partió a refugiarse en su lecho mortal
Bajo las ramas del sauce.
La poesía
Tu lejana dicha me ensombrece:
Lívida faz, máscara transparente.
El músculo inerte reclama para sí
La calidez de la Obra. Soy presa
De un jabalí de ojos profundos:
Poesía es lo que la bestia sueña.
Había un hermano…
Había un hermano de una orden “oscura”
En la catedral de Bristol.
Puso un día a una doncella de espaldas
Y ya habrán adivinado el final de mi cuento.
¿A quién regocija?
¿A quién regocija la belleza
Si en agraz la juventud perece?
¿Qué resplandeciente baúl atesora
Mis gemidos bajo los arcos de Redclife?
Y el coro, en armonía con los faunos del jardín,
¿avivará el son de la fuente vernal?
Mi lecho enseñorea su manto febril
Y en duermevela extraigo de mi corazón
La última epifanía: ¡Elinoure, Elinoure!
¿Qué música guiará a los dolientes
En mi falso cortejo?
[Nota, Versiones y subversiones de Juan Jorge Ayala]
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