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sábado, 14 de mayo de 2016

Rostros, harapos…


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Atrás de mi casa hay una sucia bandera ondeando desde septiembre de 2014.
Con las lluvias se ha percudido y el sol la líe con obstinada rabia, como esa que sigue provocando ver las fotos de los estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa; muchachos recios, morenos, curtidos en la montaña y la costa, con la picardía de la edad en la mirada unos, con la gravedad en el gesto otros.
Éstos no tienen cara de intelectuales de café como algunos del #YoSoy132 que hasta Televisa apapachó en sus espacios estelares hace tres años. A lo mejor ellos no han leído a Touraine ni a Bourdieu, pero se dice por ahí que leen mucho y conocen muy bien la historia de México. No tienen el pegue mediático de Marcos o Sicilia, pero sí la reciedumbre de Mario Luna o Nestora Salgado.
Hasta en la lucha de clases hay clases.
Más de diez meses después, los muchachos no están, ni allá ni aquí. Ni siquiera están.
Y eso ofende, como esta imagen que de pronto se revela al centro de la bandera desleída: un monstruo parado en un peñasco devorando a sus hijos.
Me niego a aceptar que los cuarenta y tres jóvenes normalistas “están desaparecidos”, porque esto implica una contradicción más que jurídica, filosófica: si se está desaparecido NO SE ESTÁ. Igual que “estar ausente” significa que NO SE ESTÁ.
Y lo importante y urgente no es sólo que aparezcan, sino que NO DEJEN DE EXISTIR.
Es la única manera en que podríamos reconciliarnos con ese harapo tricolor que cuelga del aire.
2
Posteamos y posteamos infinita y casi religiosamente nuestra indignación (con la parte de vacío que implica la infinitud y la contrición que implica lo religioso): Atenco, Tlatlaya, Chalchihuapan, Ayotzinapa, Otsula… La ira se convierte en las redes sociales en una partícula que avanza sin dirección en un universo voraz. Dice Flaubert en La educación sentimental: “las emociones extraordinarias producen las obras sublimes”. Y mucha de nuestra agitación frente a los terribles hechos que nos duelen hoy no alcanza a producir, a crear; se queda un tiempo en el aire y se esfuma. El problema aquí radica en la sustitución que hemos hecho del contacto, del diálogo cara a cara, por un posteo indignado que sirve más para acallar nuestra conciencia en lugar de quitarle la correa y lanzarla a la calle. La mejor “obra sublime” que podría producir nuestra indignación por los jóvenes normalistas desparecidos y por todas las víctimas de la impunidad, sería hoy dejar que el puño se crispe, se hinche nuevamente de sangre y derribe esa puerta virtual que nos separa cada vez más de los actos verdaderos.



La mano y el laurel: derechos siniestros


Por una extraña asociación de hechos, y en medio de la tormenta de indignación que ha desencadenado las ­–cada vez más cotidianas– denuncias de violación a los derechos humanos en nuestro país, me surgió la duda histórica de saber en qué agujero de qué desierto esconde su cabeza estrutioniforme la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH); valga la comparación con la graciosa ave que bien sabemos no vuela, pero cómo corre.    
En las tragedias recientes de México apenas si ésta asoma el largo cuello, olfatea el aire en busca de omisiones y responsabilidades, hace como que se indigna, emite recomendaciones (pía, dicen algunos) y desaparece en el confort de su brecha burocrática. Para muestra una pluma: en su portal informático abundan las recomendaciones a presidentes municipales abusivos, instancias menores de gobierno, inadecuada atención hospitalaria y una que otra detención arbitraria. Eso sí, hay programas bien estructurados de atención especial a discapacitados, trata de personas, migrantes. Y aunque no hay casos menores de violaciones a los derechos, ni grupos que no merezcan la protección a su vulnerabilidad, uno se pregunta: ¿dónde están los apartados, los informes especiales, los resultados de aquellas recomendaciones sobre asuntos dolorosos de nuestro presente: guardería ABC, muertas de Juárez, Tlatlaya, Tanhuato, Ayotzinapa? En el mejor de los casos, algunos aparecen sólo como simples expedientes de “Violaciones graves”, y otros apenas han merecido escuetos comunicados de prensa; la mayoría de ellos con estatus de “en trámite”, que es una manera delicada de decir: “Ni nos pelan”.
En Puebla esta práctica soterrada se reproduce en manga ancha: la Comisión de Derechos Humanos del Estado de Puebla emite tibias recomendaciones ante los abusos del poder político (estatal y municipal), reacciona ofendida ante la crítica de su parcialidad que hacen legítimamente las organizaciones no gubernamentales… y esconde la cabeza. En este contexto, no puede uno resistirse a la tentación de pensar que en las dependencias oficiales circula de mano en mano un papelito con esta máxima impresa: “Las recomendaciones se hicieron para ser incumplidas”.  
La tarea reveladora de las ineficiencias del sistema de justicia que se denuncia –cada vez más– por una ciudadanía agraviada, y hoy reforzada por la visita oportuna de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para el caso de los normalistas desaparecidos, permite reinterpretar la semiótica del logotipo de la CNDH: una blandengue mano enguantada emerge del laurel para alcanzar una moneda relumbrante.


La Idoneidad (noveleta evaluativa)

En La comedia humana, Balzac hace desfilar en diversas escenas de la vida parisiense a multitud de personajes “emergentes” que bien podrían equivaler al papel de “extras”; no tienen peso, perfil ni fuerza, y la mayoría de veces ni nombre. Todos existen a condición de no complicar los designios de los personajes centrales, llámense éstos Eugenia Grandet, Bianchon, Petrilla… Es decir, cumplen una función de mera utilería a lo largo de la vastísima obra del escritor francés. 
Como esos personajes irrumpe en la escena educativa nacional, La Idoneidad; cortesana de ambiguas y esquivas aptitudes y actitudes que, a falta de un lenguaje oficial verdaderamente pedagógico, suple de manera insustancial el reconocimiento de la labor docente. Contrariamente de lo que se argumenta en las esferas de poder, la manera de calificar el desempeño profesional de los maestros sigue siendo una aberración del concepto de “evaluar” (significado muy lejano al nulo entendimiento de la clase política). Hablamos de una Idoneidad nacida para perder, pues el sentido pedagógico que la Reforma Laboral (en Educación) pretende darle, es en la práctica sólo un engañoso bono de rendimiento que no alcanza, ni remotamente, a enmendar  las deficiencias del sistema educativo nacional. Ser  idóneo (o no) para determinada función magisterial es entonces producto de una exigencia utilitarista –y ya sabemos quién le dicta al gobierno federal las reglas de la productividad y el desarrollo económico–  y no resultado de una política formativa, transparente, de asignación de plazas a los docentes.  
La Idoneidad no es un instrumento de calificación novedoso; pertenece a ese lenguaje ochentero de la “Nueva Cultura Laboral” que hacía creer a empleados y patrones que todos éramos uno mismo, que patrocinaba un mundo de armonía donde entre descansos se cantara al unísono –y tomados de las manos–  el “Himno a la alegría” en versión Pepe y Toño: todos podemos ser  empresarios y ricos (menos los pobres). De esa aberración surgida de los organismos empresariales internacionales nacieron otros oscuros personajes como la Competitividad, el Emprendedurismo, la Calidad, el Liderazgo; todos volcados en una noveleta de la peor manufactura imaginable.

¿Cómo revertir entonces el carácter maniqueo de un concepto (lo idóneo) copiado burdamente de contextos educativos externos (porque ya se vio que Islandia, Cuba y Suiza no necesitaron de los dictados de la OCDE para ser la vanguardia educativa del planeta) y que sólo ha servido para dividir y acrecentar el conformismo laboral entre los maestros? Sin duda haciendo que La Idoneidad sea personaje central de una reestructuración total de la clase política (de Los Pinos para abajo, pasando por Casa Puebla). Una mirada furtiva a los enroques del gabinete estatal nos da claras y breves pistas: secretarios de Educación que son de Gobernación que son de Salud que son de Seguridad que son Diputados (quizá no en ese orden); donde una verdadera evaluación daría como resultado algo que podría llamarse Aidoneidad, Antiidoneidad o una Idoneidad Contranatura. Y de paso hasta título de novela gubernamental tendríamos: La insoportable Idoneidad de no poder ser, pero esa es trama de otra ficción.  
La dama y el populista

No hay largometraje más hábilmente manipulador que aquél de Disney (1955) donde las irreconciliables contradicciones de clase se esfuman por obra del amor entre una cavalier king de la alta –de esas fufurufas– y un perro vagabundo, un “prole”, como diría una pretendida infanta. La correspondencia política de este argumento canino aparece en las sociedades latinoamericanas en la primera mitad del siglo XX con discursos de tipo paternalista como: armonía y paz social, asistencialismo, unidad nacional; que en nuestro caso se traduce hoy en oscuros proyectos de Estado tipo Mover a México, Cruzada nacional contra el hambre, Diconsa, Progresa; que no son sino nuevas formas de utilizar tácticamente la pobreza por medio del chantaje y la demagogia para acumular capital electoral (y del otro, por supuesto). O como diría el teórico Octavio Ianni hace más de cuarenta años: “el populismo instrumentaliza a las masas, al mismo tiempo que manipula las manifestaciones y las posibilidades de su conciencia”.       
El presidente Peña, amo y señor del eufemismo, pretendió hacer una diatriba del populismo en su  discurso ante la Asamblea General de la ONU el pasado 28 de septiembre. Pretendió, pero –como sucede siempre con su retorcida oratoria– dio origen a más burlas que reflexiones. Un discurso que en otro contexto bien pudo ser hasta incendiario; se me ocurre una reunión nacional de jóvenes priistas o los congresos ordinarios de la CNOP o la CTM. Y hasta le hubieran aplaudido.
Algunos teóricos del análisis del discurso (Genette, Van Dijk) afirman que los elementos indispensables de un correcto ejercicio discursivo son narración, información, argumentación, deliberación…, y todo lo que carezca de ellos es mera apología de nulidad intelectual, simple oratoria de concurso. Pero a favor de Peña podemos decir que añadió un elemento a esta tipología: el mensaje cifrado. Veamos si no: cuando dice “Las sociedades deben estar alertas frente a quienes se aprovechan de sus miedos y preocupaciones”, uno de inmediato piensa en Luis Videgaray o la cámara de diputados, y ya entrados en efectos paranormales hasta podríamos imaginar el cuartel del 27 batallón de infantería de Iguala, ¿o no?
Contrariamente a lo que significó el populismo como expresión conciliatoria del cardenismo, el Estado mexicano ejerce hoy un paternalismo de baja estofa, llanero, timador, proxeneta, electorero; un populismo lumpen que sustituyó el componente ideológico por plasmas y banda para el populacho, un populacherismo.
Seguramente la comunidad internacional congregada en la ONU aquel día esperaba la confesión pública de una grave crisis de derechos humanos en México y se topó con una torpe alegoría sobre la paja y la viga, porque si lo primero hubiera ocurrido hasta disculparíamos la dislexia presidencial con su multilaterati… multiterism… mutilatel… eso.


Feminicidios: el discurso postizo


(¿Qué es lo último que oyeron, vieron, pensaron? ¿De dónde salió la daga, la detonación, la soga? ¿Es llanto o sangre lo que escurre por el filo de su último suspiro? ¿En qué baldío su aterida esperanza se asfixia o desangra? ¿Y ese flashazo del morbo no es también otra laceración? ¿Y esa mano que ejecuta no es la par de aquella otra que dicta un oficio y remarca “casos aislados”? ¿No son el silencio y la apatía una sábana mortuoria? ¿Quién responde?)
Los feminicidios de las últimas semanas en Puebla ocupan gran parte de las notas periodísticas y el reclamo ciudadano para decretar una alerta de género no se ha hecho esperar. Más allá de cualquier enfoque sociológico o psicológico acerca de las motivaciones criminales para atentar contra una mujer, existe la percepción de que no sólo estamos ante una completa incapacidad gubernamental para garantizar los más elementales derechos ciudadanos, sino ante un escenario de indefensión e inseguridad a escala sistémica.
Podrá el fiscal general Víctor Carrancá argumentar que se ha resuelto la mayoría de casos de feminicidios (aunque sólo reconoce 4 de los 15 denunciados); podrá minimizar una violencia que se desborda ya a los niveles de Ecatepec y Ciudad Juárez declarando que se ha capturado en la mayoría de asesinatos a los responsables, y que la suma de todos no da como resultado una agresión sistemática contra la población femenina, sino una politización de varios “casos aislados”; podrá, incluso, en connivencia con la legislatura local y la Comisión Estatal de Derechos Humanos, aplazar el decreto de una alerta de género en el estado, pero todo eso no alcanza para responder una cuestión central: ¿no son acaso los feminicidios, las desapariciones, la trata, el lenocinio, expresiones de la corrupción y la impunidad que tolera un sistema de justicia –ese sí– vilmente politizado?
Es obvio que el gobierno estatal se niegue a declarar una alerta de género, pues sería tanto como exponer públicamente las ineficiencias, incapacidades y descomposición de las instituciones encargadas de garantizar la justicia y la seguridad (cosa que en tiempos electorales equivale al suicidio político), sin embargo, la sociedad debe ir más allá de la exigencia de una simple declaratoria, de un protocolo que ni siquiera ha probado su efectividad; debe expresar por todos los medios posibles su rechazo a las políticas inmediatistas y fortuitas con que el gobierno pretende ocultar a las muertas y desaparecidas entre discursos y declaraciones triunfalistas.

En un contexto generalizado de violencia y atentado contra los derechos humanos en Puebla, los feminicidios son otro doloroso ejemplo de que una es la mano que ejecuta y su par la que maquilla desde las instituciones el terror cotidiano. ¿Quién responde?
El síndrome de Masiosare


Viejo chiste aquel que empalmaba ingeniosamente la conjunción adversativa “mas” con el verbo “osar” para bautizar con nombre propio al “extraño enemigo” de nuestro belicoso himno. Viejo pero cruel chiste que se ha vuelto el recurso oratorio por excelencia de un Estado mexicano que, si no fuera por su cuestionado laicismo, estaría en vías de canonización.
Desde que en 1968 Díaz Ordaz estigmatizó el movimiento estudiantil con su labia (no es mi culpa si lo de labia remite al lector a bocón) en frases como: “De algún tiempo a la fecha a nuestros principales centros de estudio se empezó a reiterar insistentemente la calca de los lemas usados en otros países”, y la clásica de que “agentes externos y enemigos de la patria financian la agitación”, el recurso de Masiosare –la victimización del Estado y las instituciones– ha pasado a ser materia curricular en el discurso oficial. Esto da una proporcionalidad casi cartesiana: a la invención de más factores y enemigos externos, menor responsabilidad gubernamental ante sus fallas sistémicas. O en palabras coloquiales: tiran la piedra y esconden… al procurador o al secretario.  
En la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa, el Estado expresó su síndrome como un brote delincuencial, casi obra de pirómanos; una autopsia a cielo abierto pero sin cuerpos, donde la complicidad terminó por contradecir todas las versiones de un anestesista “cansado”.     
Lo económico no es ajeno a estos indicios: a decir de Videgaray, la crisis monetaria es ocasionada por las fluctuaciones y la inestabilidad macroeconómica, pero en su reciente informe, Peña declaró con orondo eufemismo: “mantendremos la estabilidad macroeconómica”. ¿Por fin, en qué quedamos? 
En el ámbito estatal, el síndrome de Masiosare es más bien pan de todos los días: los habitantes de Chalchihuapan fueron culpables de la represión gubernamental al dejarse manipular por grupos políticos, por llevar niños y cohetones a una manifestación y por querer conservar (necia y retrógradamente) el registro civil en su comunidad. Y aquí el masiosarenismo tomó tintes hasta científicos: hay periodistas y comunicadores que aún defienden que la Teoría de la Onda Expansiva de herr doktor  Carrancá fue un descubrimiento tanto o más importante que la Teoría de Cuerdas del físico francés Jöel Scherk.
En esta lógica, todo se reduce a vulgares proposiciones: lo que no es factor externo es caso aislado, lo que no es crimen político es robo, lo que no es masacre es descomposición del “tejido social”, lo que no es saqueo es modernización de espacios públicos, y hasta lo que no es feminicidio es crimen pasional.

El Estado mexicano ya agotó su reserva hipocondriaca, le quedaría como último y digno recurso la aceptación ética de su incapacidad para otorgar bienestar y seguridad, pero su síndrome es más bien la evidencia de que pasó de “extraño” a ser el peor enemigo.  
Cholula desollada


Con un magistral juego de tiempos y entreverados personajes, Carlos Fuentes inicia la que para muchos es su mejor novela, Cambio de piel (1967), teniendo a la Cholula sagrada como el núcleo narrativo donde se gesta una de las más grandes traiciones de la historia: la conjura conquistadora sella las puertas de la ciudad, suelta los demonios del saqueo y la matanza, y comienza el desuello de la herencia monumental.
Pero no se piense que el saqueo cesó; al soldado que a punta de ballesta se abrió paso para derribar ídolos y piedras, han seguido los proyectos mortuorios de la Ley de expropiación aprobada por el Congreso del Estado en 2014, sus buldóceres impacientes por despellejar la historia, sus jueces a modo, sus triquiñuelas jurídicas para resquebrajar todo vestigio opuesto a la “modernización” morenovallista. Una Ley que no sólo ampara el pillaje sino lo promueve en nombre de la “utilidad pública”; concepto que en el ámbito de las expropiaciones gubernamentales sólo puede entenderse como plusvalía financiera generadora de deuda pública.   
Pero, ¿cómo se explica, más allá del vil despojo, esta salvaje comercialización de espacios patrimoniales prehispánicos o coloniales? Quizá sirva recordar el modus operandi de otras intervenciones a la heredad arquitectónica e histórica poblana que ha perpetrado el gobierno de Moreno Valle: expropia, demuele o excava sin previa notificación a los pobladores o autoridades locales, prepara la defensa jurídica de su “proyecto modernizador” (que para esa hora no se ha dado a conocer) y, seguro de ganar las controversias contra un INAH federal cada vez con menos potestad jurisdiccional (el INAH-Puebla se teje aparte; en estos asuntos no ha pasado de ser un tapete –artesanal, eso sí– muy lucidor), inicia sus obras contra viento y marea; cuando ya es más que estruendoso el rugido de las excavadoras y las estructuras están a medio demoler, entonces, y sólo entonces, hace público su “proyecto”; es decir, el camino inverso de la legalidad. 
La pregunta es: si hay un interés genuino del gobierno por preservar las zonas arqueológicas del territorio poblano, ¿por qué no hay proyectos de rescate –por ejemplo– para Manzanilla, Cantona, Tepalcayo? (Y aquí un diablillo interior susurra: “Calla, no des ideas, no-des-ideas; no olvides que estás ante la mano que mece la palanca de las demoliciones”). La respuesta es de esperarse: Cholula –las Cholulas–, la sagrada, la desollada y desoída, es hoy el codiciado tesoro de la zona metropolitana Puebla-Tlaxcala, la cuarta región más importante según INEGI en términos poblacionales y económicos en México; nada más. De ahí la maquinaria absolutista arrasando derechos civiles, la farsa legal, la enconada persecución contra los opositores a este nada “público” proyecto modernizador. Y de ahí la urgencia de detener la marcha de esta tenebrosa reconquista.