I
Ya Auden perfiló la fisonomía literaria del mar en relación con la poética de diversos autores. Cuatro son los símbolos primordiales que conforman esta sustancia: el abandono, el viaje, caída y redención, y lo ignoto perdurable. Paralelamente a esta iconografía, el mar posee un grupo de asociaciones tradicionales que dominan el horizonte de la poesía de los últimos dos siglos: la isla, el naufragio, la creación, el barco, la muerte y las entidades feéricas. Estas representaciones adquieren, sin embargo, diferentes tonalidades e intensidades conforme la visión del poeta se abre paso entre la bruma del romanticismo y percibe la inmensidad del mar simbólico con los bien enfocados anteojos de la abstracción. La poesía del siglo xx metió el mar al laboratorio de la razón y halló que su constitución química no era tan pura y que servía muy poco a la creación literaria, pero estimulaba casi hasta la asfixia el braceo filosófico y existencial.
En la poesía mexicana, son los poetas agrupados en las revistas Ulises y (posteriormente) Contemporáneos quienes expresan con más pulcritud su percepción del mar y símbolos aledaños. Percepción condicionada
–si se quiere– por su formación intelectual, su autobiografía y sus ejercicios ontológicos. Ortiz de Montellano, Villaurrutia, Bodet, Novo, Owen, Gorostiza y Pellicer, cada uno desde su punto de mira, trazaron la coordenada marítima más exacta de la poesía mexicana del siglo xx.
El presente artículo sólo pretende esbozar con trazos azarosos la carta marítima de los Contemporáneos en una imaginaria coordenada. Se notará –tal vez– que en alguna intersección se confunden las palabras, los nombres y los rumorosos oleajes.
II
Al Oriente de nuestra lúdica coordenada podemos ubicar a dos poetas emparentados por una percepción juguetona e hiperactiva del mar: Gilberto Owen y Salvador Novo. En ambos hay un gusto especial por remar contra la corriente romanticista, por solazarse en altamar con un buen libro de aventuras o enmallando mitologías que aprovechan a la perfección para alimentar su cotidianidad. No es una pareja que se detenga a reflexionar con pavor ante los significados existenciales de lo inmenso, tampoco pretenden naufragar presos de sus temores ontológicos; juegan, se divierten, citan a sus autores preferidos y, finalmente, le tuercen con delectación el cuello al albatros baudelariano. Cuatro textos son fundamentales para entender este parentesco marítimo y esta ruptura sintáctica: Perseo vencido (1948) de Owen y Return ticket (1928), Seamen rhymes (1933), y la prosa “Motivos del baño” (1928) de Novo.
Para Owen el mar es una extensión donde la sensualidad y la inteligencia guían la “aventura del espíritu”, el viaje inmemorial de lo alegórico a lo cotidiano. No en balde “Sindbad el varado” es, leído con paciencia marinera, un poema sobre la poesía y su instrumento de navegación: el poeta y sus “frustradas invenciones”. Novo es el otro fabulador de los ciclos del mar que se aparta con singular fobia de las solemnidades retoricistas. Si Owen apuesta a la aventura, Novo aspira a divertirse mientras le sean dados los rumores de un mar que “conoce de oídas”; que mira o recuerda como una segunda naturaleza del niño citadino cuya precocidad le obliga a retornar y marcharse cada vez más lejos, con tal de no apenarse al confesar: “Tengo veintitrés años y no conozco el mar.”
III
Si Owen y Novo son dos poetas joviales y diurnos, hay un segundo grupo que se puede fijar en la coordenada neorromántica y, por ende, nocturna: Villaurrutia, Ortiz de Montellano y Torres Bodet. Aquí conviven dos poetas innovadores y uno tradicional, aunque –paradójicamente– su percepción del mar esté alejada del onirismo surrealista. Villaurrutia es sin duda el más arriesgado en sus travesías; su mar es negro y mudo, sus gemidos dolorosos lo desvelan; más que una sustancia o una esencia sujeto de investigación (Gorostiza), el mar es un ente condenado a consumir “despojos silenciosos, olvidos olvidados y deseos, sílabas de recuerdos y rencores”: Cronos devorando a su hijo. Ortiz se refiere poco y casi insustancialmente al mar en su obra. Salvo en “Segundo sueño”, donde escucha desde el quirófano la “onda de otra mar salina”; y en “Estudio”, poema más bien juvenil, las recurrencias al tema son generalmente corporales, íntimamente relacionadas con el sueño y la soledad. Por su parte, Bodet no se aleja mucho de esta línea; su poesía (con todo y su rancio humanismo) es una expresión del hombre y su solitario fluir en el tiempo: más que mar le obsede un heracliteano río.
IV
No sin el remordimiento de la prisa y la posible ligereza, llegamos a la coordenada donde se ubican los dos poetas diurnos de este grupo: Pellicer y Gorostiza. Aquí lo “diurno” tiene que ver no sólo con la luz de la inteligencia, sino con la apreciación plástica que del mar tiene cada uno desde su puerto. Si fuera necesario ubicar esta coordenada correspondería al sureste su punto geográfico: ambos nacen en Tabasco con una diferencia de casi 4 años. Esto no significa que al compartir su origen compartan también el mismo pincel; más bien comparten los mismos colores y la profundidad de la mirada.
De Colores en el mar y otros poemas (1921) a Reincidencias (1978), Pellicer reinventó el paisaje con asombrosa minuciosidad. El suyo no es un panteísmo arcaico, es la expresión plástica de realidades a veces imperceptibles para el espíritu moderno; quiere recrear y reordenar el mundo a partir de la belleza y no de las complicidades religiosas; sabe que el hombre –en su travesía hacia su verdadera realización– requiere de un entorno armónico susceptible de ser contemplado y admirado: “El mar –que no es un aspecto físico del Mundo, sino una manera espiritual–, tiene en mi corazón los elementos principales para subordinarme a él.” Esta subordinación es más bien el dominio de la fascinación, la sujeción venturosa al verso cromático y la composición musical. No es nuevo entonces que sus resonancias musicales estén cerca de Carlos Chávez y su plasticidad de Rufino Tamayo.
“Estudio”, poema escrito en 1920 y que se incluye en su primer libro publicado en 1921, es un punto de intersección donde se manifiestan con más precisión las afinidades tonales de Pellicer con el primer Gorostiza: el minucioso observador de Canciones para cantar en las barcas (1925); el vigía –que no el guía– espiritual de la poesía mexicana del siglo xx. Aparte de la correspondencia temática entre “Estudio” y “Dibujos sobre un puerto” (incluido en Canciones...), existe una relación visual donde predominan los colores y los trazos tenues de dos poetas que aprendieron a reconocerse en la quietud y la contemplación.
“Dibujos sobre un puerto” es una oración cenital donde la luz convierte lo que toca en materia de asombro y reflexión; el paisaje marítimo no es un elemento de decoración sino la reunión destellante de plegarias y objetos; la barca es el centro ilusorio del campo visual, el pretexto para consumar la comunión del hombre con su entorno. Aun con su brevedad, el trazo de las formas en el poema delinea perfectamente un estado de ánimo beatífico donde “la vida es apenas/un milagroso reposar de barcas/en la blanda quietud de las arenas”. Reposo que no es inmovilidad sino ascenso espiritual como en san Juan de la Cruz; convergencia de anhelos como en el Cantar de los cantares.
El punto de mira de Gorostiza le permite ser diáfano incluso cuando descubre que el ciclo rotativo del mundo –nombrado en el poema como “El alba”, “La tarde” y “Nocturno”– no es sino una leve distorsión de luz creadora. Luz al fin, conciencia luminosa (¿antecedente de la “inteligencia en llamas”?). Los otros 4 apartados de “Dibujos... ” rompen una secuencia natural en la reflexión y aspiran, como toda auténtica travesía, a la “insatisfacción poética de los ojos”. Anhelo que se cumple en uno de los grandes poemas del siglo XX: Muerte sin fin.