Más que ochos en el piso, el soltero traza equis en los calendarios. Adversario de la inercia, se disloca de arriba a un lado contra la fijeza; tigre, sí, mas su blake y su velarde son al amanecer rutinario lo que la rótula y el peroné para la zarpa. Sabe de adioses, no de ausencias. Celebra que la noche es, gracias a la risperidona (porque el valium ya pasó de moda), no una raya profunda más, sino una X inmisericordemente desprendida.
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Dos relatos me quitaron el sueño noches sucesivas en la adolescencia: "Un descenso al Maelström" de Poe y "Casa tomada" de Cortázar. Ahora, a un paso nel mezzo del camin di nostra vita, la reelectura de "El desencarnado" de Salvador Elizondo me confirma una hipótesis hace mucho tiempo aventurada: el monstruo del razonamiento y la intuición puede despertar los más bellos terrores. Este relato hermético (tal vez uno de las más alucinantes de la literatura hispanoamericana) emerge invicto de todos los ríos heraclíteos, anclado (condenado) a la efímera forma de la carne. Porque como escribe E.: "Hay unos que empiezan a desaparecer mucho tiempo antes de morir".
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Un poema de hace 30 años: "De cualquier grieta envilecida donde nazca la sangre/se abrirán las bocas como cuerpos/los cuerpos como puertas/las puertas azotadas contra el aire./Habría que renombrar los callejones/hundirnos hasta la locura/nuevamente en un vientre oscuro/orinar en nuestra propia sombra/y coserla con hilos de luz en las paredes./En fin/dirigir una mirada de horror/a cada coágulo de sangre que nos habita/para saber que estamos vivos.”
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Nadie es la historia de otro/Luz ni signo de nada/Junto a alguien terminamos siendo adversarios/Cisma premonitorio “las partes”/Al calce del desamor firmamos/Fragmentos son sobras del todo/Un seco pez son los labios.
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La Concordia, 1633. Frente al templo de Santa Inés se acurruca empiojado, entrópico, no obstante cuarentón. Para el caso, decir que está enfrente equivale a suponer que está solo, que su "yo lírico" se avinagra lejos de la luz, fuera del texto. "Paraíso, paraíso quiero", lee en los labios del santón que franquea el pórtico. Las torres cacarizas tienen en jaque a la plazuela. Cuando estoy a punto de preguntarle hasta qué hora permanecerá ahí, pulsa un botón y hace correr mi tiempo. Desdentado, con jeta de espuma, me alecciona: "los relojes nunca funcionan simultáneamente".