Hasta donde escribo no se oye el mar,
pero sí el crujido de mi barca mientras se pudre,
el ancla nocturna que remueve esqueletos al fondo
y arrastra hasta mi mesa frases invertebradas.
Como si se desclavaran mis extremidades, rechino.
Están expuestas al sol mis picoteadas clavículas.
No dudo que mi pertinaz oxidación
sea causa de dorados boqueos.
Puntualmente alguien
(no diré quién a riesgo de amanecer
atado en mi camastro) me provee de alimentos
y alivia los síntomas de la desolación
con el roce de un ala blanca entre mis sienes.
Los pájaros rechinan en mi cabeza.
1 comentario:
Muy buen poema...
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