"Todo ángel es terrible" Rilke
*
martes, 23 de febrero de 2010
martes, 16 de febrero de 2010
De fama infame
Raquitismo luciente bajo los arcos de las Cejas.
¿Qué piedra, abstraída o enquistada,
deforma la traza mórbida de la Silueta?
Sépase que la causa de tanto desparpajo
a la hora de instaurar la razón
es la conjura del Vulgo raquídeo,
un insidioso despertar de las neuronas
que electrizan el aura
de Nuestra Señora de la Realidad.
Insigne hilachura,
mentada madre de todo significante:
¿qué hay de tuyo no-real, adulterado,
¿qué de sí el bulto feble de tus “representaciones”?
Allá esas pulgas cerebrales,
allá esos piojos meníngeos.
Yo la verdad me siento bien
con este encarnado óxido y sin aquella mano;
medio premoderno de la cintura para abajo
––seña particular es este tosco mulo
que se me encaja en la pelvis
y me tira por todos los meandros––;
disgustadamente enjuto de los hombros
por aquello de “los tiempos que nos tocó vivir”.
Cierto aire melindroso desaliña
a unos cuantos hijos de algo
para quienes da lo mismo no querer acordarse
del Lugar o no poder, sufrir de acromegalia
o engreírse frente a la chatarra imaginaria.
Porque uno se puede meter a varón,
a revanchista; codearse con su otro
(lo dije una vez y me corrijo:
la otredad es algo que no poseo
y clínicamente sería un error ambicionarla);
andar por la vida
como cualquier Quijote de Porrúa;
porque uno puede, debería,
pese a lo esmirriado, a la enclenque Figura,
embestir las paredes los cuadros los libros,
desacralizar el souvenir de Alcalá,
desenfundarse el palo de la escoba en vela.
A mí me son torcaces sus dicterios,
plumífera su escombrosa racionalidad.
Yo me siento bien y dejo que en mi brazo
se adensen amadises, galaores;
tiro la mano y escondo la pluma,
cierro el paso en mis arterias
a la cabalgata de mostrencas neuronas.
Y esta retorcida obsesión
de andarse siempre por fuera,
¿no la pudo evitar la fluoxetina?
Simularse cuerdo es incurrir en negligencia,
pues sólo quien tolera el diagnóstico
no finge a la hora de llamar a las cosas
por su nombre: Largo y Ancho.
Allá sus piojos, allá sus pulgas.
No quiero que me salgan al paso crisis de identidad.
Sólo veras festejo:
soy piedra –pienso– que se abstrae.
¿Qué piedra, abstraída o enquistada,
deforma la traza mórbida de la Silueta?
Sépase que la causa de tanto desparpajo
a la hora de instaurar la razón
es la conjura del Vulgo raquídeo,
un insidioso despertar de las neuronas
que electrizan el aura
de Nuestra Señora de la Realidad.
Insigne hilachura,
mentada madre de todo significante:
¿qué hay de tuyo no-real, adulterado,
¿qué de sí el bulto feble de tus “representaciones”?
Allá esas pulgas cerebrales,
allá esos piojos meníngeos.
Yo la verdad me siento bien
con este encarnado óxido y sin aquella mano;
medio premoderno de la cintura para abajo
––seña particular es este tosco mulo
que se me encaja en la pelvis
y me tira por todos los meandros––;
disgustadamente enjuto de los hombros
por aquello de “los tiempos que nos tocó vivir”.
Cierto aire melindroso desaliña
a unos cuantos hijos de algo
para quienes da lo mismo no querer acordarse
del Lugar o no poder, sufrir de acromegalia
o engreírse frente a la chatarra imaginaria.
Porque uno se puede meter a varón,
a revanchista; codearse con su otro
(lo dije una vez y me corrijo:
la otredad es algo que no poseo
y clínicamente sería un error ambicionarla);
andar por la vida
como cualquier Quijote de Porrúa;
porque uno puede, debería,
pese a lo esmirriado, a la enclenque Figura,
embestir las paredes los cuadros los libros,
desacralizar el souvenir de Alcalá,
desenfundarse el palo de la escoba en vela.
A mí me son torcaces sus dicterios,
plumífera su escombrosa racionalidad.
Yo me siento bien y dejo que en mi brazo
se adensen amadises, galaores;
tiro la mano y escondo la pluma,
cierro el paso en mis arterias
a la cabalgata de mostrencas neuronas.
Y esta retorcida obsesión
de andarse siempre por fuera,
¿no la pudo evitar la fluoxetina?
Simularse cuerdo es incurrir en negligencia,
pues sólo quien tolera el diagnóstico
no finge a la hora de llamar a las cosas
por su nombre: Largo y Ancho.
Allá sus piojos, allá sus pulgas.
No quiero que me salgan al paso crisis de identidad.
Sólo veras festejo:
soy piedra –pienso– que se abstrae.
lunes, 15 de febrero de 2010
De Catálogo de criaturas licenciosas
Ríes cuando digo
que deseo morder tu cuello
Ignoro si es porque piensas
que no soy capaz
De transgredir
las leyes naturales
O porque el peso
de mis ancas batracias
hace ridículo el intento
Cómo absuelve tu piel
mi tarascada
Si con tanta devoción
rezo para poseerte
Ávido de consagrar tus líquidos
si te mueves a mi ritmo
mansa
Diciendo cosas que no escucho
pues ya tu desamor
afila su otra zarpa
Vieja zorra
estrega con ardor tu sexo
contra el racimo de uvas
cuando escuches que los monos
anuncien festivos
la hora de poseer
a todas las hembras
Sé del andar cansino
con que te alejas
mientras duermo
si con la vulva insatisfecha
ensalivas la tierra
y aguardas que alguien
(y qué si mudo o sordo o ciego)
cerca de aquí
te huela
Ciertas costumbres sibilinas
te guarecen
de la mal llamada libertad de sexo
ninfa–
maniaca
Para preservar tu historia
confiero a mi especie
el derecho de gozarte
(mientras pueda)
Internarte en la maleza
es un delirio
si al fauno enerve
dictas fieras poses
Hay quien domeña
el momento
y te obliga a cumplir
sus fantasías
Algún capricho erótico
que mengüe por un rato
tu habitual celo
Al fin qué…
Te importa el gozo
un animal que viva encima
y no junto
y que por inexperto
ignore
la verdad de tu pelambre
desteñida
Con 40° a la sombra
–en esta tierra sin nomenclatura–
proclamo tu realeza
por debajo del género
y cubro con urgencia
tus primeras heces
para salvaguardar
mi bestial olfato algebraico
El corazón de la víctima
rumora
nuevas frases de amor
cuando en la espesura
el verdugo
consuma su despecho
y el árbol
que aloja los zarpazos
de la bestia enamorada
gime
No culpes al lebrel
–si distanciado–
arranca con despecho su correa
y se alista para otra cacería
No culpes al desasido
Sabes que te debe
su virilidad
y el control de sus ansias
en el apareo
amén de la pregunta obligada:
¿Te gustó?
–La perfección del amante
se da en relación inversa
al fracaso de su “primera vez”–
MORALEJA
El que huye no existe
Si no huye existe
Si existe huye
La trampa eres
que deseo morder tu cuello
Ignoro si es porque piensas
que no soy capaz
De transgredir
las leyes naturales
O porque el peso
de mis ancas batracias
hace ridículo el intento
Cómo absuelve tu piel
mi tarascada
Si con tanta devoción
rezo para poseerte
Ávido de consagrar tus líquidos
si te mueves a mi ritmo
mansa
Diciendo cosas que no escucho
pues ya tu desamor
afila su otra zarpa
Vieja zorra
estrega con ardor tu sexo
contra el racimo de uvas
cuando escuches que los monos
anuncien festivos
la hora de poseer
a todas las hembras
Sé del andar cansino
con que te alejas
mientras duermo
si con la vulva insatisfecha
ensalivas la tierra
y aguardas que alguien
(y qué si mudo o sordo o ciego)
cerca de aquí
te huela
Ciertas costumbres sibilinas
te guarecen
de la mal llamada libertad de sexo
ninfa–
maniaca
Para preservar tu historia
confiero a mi especie
el derecho de gozarte
(mientras pueda)
Internarte en la maleza
es un delirio
si al fauno enerve
dictas fieras poses
Hay quien domeña
el momento
y te obliga a cumplir
sus fantasías
Algún capricho erótico
que mengüe por un rato
tu habitual celo
Al fin qué…
Te importa el gozo
un animal que viva encima
y no junto
y que por inexperto
ignore
la verdad de tu pelambre
desteñida
Con 40° a la sombra
–en esta tierra sin nomenclatura–
proclamo tu realeza
por debajo del género
y cubro con urgencia
tus primeras heces
para salvaguardar
mi bestial olfato algebraico
El corazón de la víctima
rumora
nuevas frases de amor
cuando en la espesura
el verdugo
consuma su despecho
y el árbol
que aloja los zarpazos
de la bestia enamorada
gime
No culpes al lebrel
–si distanciado–
arranca con despecho su correa
y se alista para otra cacería
No culpes al desasido
Sabes que te debe
su virilidad
y el control de sus ansias
en el apareo
amén de la pregunta obligada:
¿Te gustó?
–La perfección del amante
se da en relación inversa
al fracaso de su “primera vez”–
MORALEJA
El que huye no existe
Si no huye existe
Si existe huye
La trampa eres
Meditación del errante
Visto desde aquí, el cielo añade a sus estigmas
los destellos sangrantes del desierto. El viento
aúlla espejismos a ras de las más sublimes piedras
y eriza los mechones pardos de la zarza incombustible;
revela con nerviosa caligrafía fechas y sitios,
nombres y números que habré de recoger con exactitud
en mi Escritura. He ahí la tierra donde la legión
es un puñado de polvo arrojado aprisa,
y la montaña de sus huesos un dromedario en reposo.
No quebrante a la rama el paso de naciones afligidas,
ni oscurezca más a la piedra tanto polvo;
si nadie vuelve será por no fingir que halló
un dios de labios resecos incapaz de pronunciar
destellos celestiales. Visto desde aquí, el cielo
es una garra escarbando la víscera y la bilis,
una vértebra descoyuntada de necia geometría.
¿Un buey gemebundo? ¿Si no por qué —teorizo—
el mugido deslumbrante de su entraña?
El fuego de la tarde se yergue en fatuos delirios
y recoge con ternura anémonas púrpuras del oasis.
Se desmorona el cielo. Piedras monoteístas
gimen toda la noche en el despeñadero; su estruendo
es coro para el mugido del buey descoyuntado,
alabanza ronca, crujido en la Sagrada Estructura.
Salvo la conciencia de “estar”, el pensamiento
es una ruina impalpable, un destello retorcido
entre los escombros. No obstante,
saber de un dios sin cielo es una abstracción
como cualquier otra; acaso desasosiegue más
que estar colgado de cabeza en el vacío,
o menos que los remiendos de carnaza
que nos distinguen de un ángel.
Visto desde aquí, el cielo es un templo sin columnas.
Y es tan amarga su verdad –¡y tan inmerecida!–
como flores de boj en labios del abismo.
Aberración óptica del paisaje: la Cima
que deslumbra es un floreciente abismo,
una frontera interior de lomos enarcados
y roncos escollos donde la mirada rumia su desvelo.
No hay piedad, acaso indiferencia del sol
cuando revienta la costra de los ojos
y eriza las espinas de la sed en la garganta.
Caminar desahucia.
No hemos dejado atrás muros blancos sino sombras
que arrastran oxidados enseres, huesos herrumbrosos,
bestias de acartonada pelambre y mirada huérfana.
¿No es el día una cabra herida que se transmonta
y la noche el delirio calizo de una ciudad abandonada?
¡Irse! ¡Irse! ¿Palabra viviente? No hay piedad.
Nadie nos persigue.
Lejanía y profundidad se disputan
los vastos ardores del crepúsculo. Repasemos:
la profundidad es un recurso geométrico del extravío;
la lejanía una generosa proximidad
que acoge todo cálculo.
¿Cuánto falta?, ¿estamos lejos aún?
—No sé —respondo,
acortando el paso para llegar nunca.
No hay paisaje si los ojos del hombre
son ante lo bello membranas ulceradas;
si en perpetua sequía los colores se asfixian
y el cielo, remotamente pálido,
trasluce su prolongada anemia.
Por eso la montaña y la piedra,
la tabla y la nube, son sombras guturales:
roncas catástrofes que sueña la pupila.
¡Oh córnea!, ¿qué palabra te irrita
del legajo que el viento desescombra?
(Ya de por sí el cielo es una ulceración
expuesta a la crítica y la sorna.)
No mirar nos abstrae de la herida,
evita que el nombre gangrene a la sustancia
y el ala de la peste oscile en la belleza.
Así pues, cielo indescifrable, despliega
ante nos el Manuscrito de tu delirio hagiógrafo
y corrige con tempestades
esta sed de vocablos.
Ni modo de marchar en silencio
mientras a cada paso crujen esqueletos en la arena.
Mejor la carcajada indecente del anciano,
el raquítico alborozo de los niños.
Prevalezcan las plegarias de la muchedumbre árida,
y aun el tono versicular sobre los ayes
del buey sacrificado.
Preferible el poeta “de su tiempo”
humillando a la poesía frente a las Artes.
¡Hey! ¿dónde quedó nuestro espíritu bucólico?
¡Cantemos!
En lo que a mí concierne, cuerpo y alma
se rigen por una sola ley: no adorarás falsos dioses.
En tanto no haya certeza de quién es el verdadero,
ensayo sentidas reverencias, golpes de pecho,
levitaciones, trances. Creo en la Voz
aunque ignore su lenguaje centelleante,
su modulación de trueno
y el tufo atmosférico que lo acompaña.
Evidencias poseo: sarcomas, toses, chancros;
un par de extremidades superiores
que uso para andar a rastras,
y dos piernas henchidas de várices y estigmas.
Gracias a dios todo me sirve,
aun cuando reniego de mi torpe conversión
a la hora de ser inmolado por un sol ortodoxo.
Me ocupa la virtud de altos pensamientos:
¡Gran Mareo, dame el método y el valor
para renunciar a todo lo profano!
¿Debo quebrantar primero mis rodillas o mis hombros?
Sólo tengo fe en mis armas.
Una tormenta de arena —soplo amortajado—
descalzó a los nómadas mientras dormían.
Entre la última vibración y la primera,
irguióse una columna ondulatoria.
Vi mi oreja guarecerse del estruendo
con el pánico zumbando cerca; oí el roce
del espanto entre la cadera y la nuca
de alguien que cayó a mi lado.
Juro que no hubo trompetas ni lenguas de fuego;
nadie proclamó: “Soy el Número y el Nombre.”
Más bien, antes de dormir, creyéndome a salvo
de la muerte con oración y ayuno,
había dudado por primera vez
del fin que todo principio encierra.
¡Ay dios, qué sueño!
A decir verdad exagero en todo lo escrito,
pero lo escribo en serio. Digo lo que me conviene
y sólo pienso en agradar a quien me sigue: danzo,
levito, parloteo. Rara vez distingo el discurso
de cierta animosidad por ser patético, efectista.
He dicho mil veces (tal vez menos) que no hay dios,
y a la mañana estoy modulando mis afanes guturales
para hacerme oír a fuerza.
No permitas, Señor,
que mi ánimo verboso embarulle al pensamiento.
—No me volverán a escuchar —sentencio—,
hasta que aprendan a interpretar mis bufidos.
La vida sólo exige “estar”: ser Uno y Aquí,
fondo y forma, sustancia armónica. Por tanto,
elijo un sitio donde mis ademanes no deformen
la luz que alienta cada día mis furias; reclamo
un hueco con aire suficiente para que al asomarme
a respirar no tenga que matar primero.
Es decir; si de vivir se trata, debo empezar por dejar caer
el cielo que encorva mis hombros;
sacudirme la queja y la plaga de los días tormentosos.
Entonces, con aceptación estoica,
permitiré lleno de gozo que el viento
hinque su dentellada claustrofóbica
y arranque de la tierra mis pies humedecidos.
Acúsome de suplantar la armonía vegetal
de mis actos con fórmulas y razonamientos.
Ajeno es el sol a mis membranas marchitas;
demasiado alto para mi color violáceo y mis cánceres.
Mucho poseo. Sobre todo certeza:
la rueda terminará por hundirse en el polvo
y las armas por perfeccionar mis falanges.
La errancia me enseñó que el vacío
es la posibilidad infinita de crecer y multiplicarse.
Conocí el hartazgo y no conforme
permanecí con mi brazo despellejado
señalando la Cima.
Me acuso, sí,
pero me declaro libre, al fin, de todos los fines.
¿Es relámpago quieto la rama desnuda?
Me llamo Agreste
como el sitio donde todo sabe a herrumbre.
Árido soy
cuando en mi vasta confianza germina la duda:
¿cómo he podido resignarme
un solo instante a lo que no es eterno?
Inhóspita es la belleza de mis manos
a la hora del despojo; no así la forma que adoptan
mis entrañas para recibir la espada redentora.
Me he ocupado ya de contrastar todas las verdades
y de hacer creer a los infieles que no sirve de nada creer.
No se diga mañana que mi nombre es Mentira.
Profetizo que antes del último vocablo
relumbrará una moneda entre mis manos
y será el pago por lo no escrito.
Una lechuza
habrá de recoger sus garras
sobre las cosas entrañables que abandonaré en mi huida.
Alguien cortará de tajo mi brazo extendido
hacia la Cima, y me apedrearán
por señalar el rumbo equivocado.
Digo también que el cielo será una lápida
y mi sombra un reptil ciego.
Polvo habrá que bese los faldones
apestosos de mi manto,
y rabiosas quijadas roerán mis huesos al tercer día
Todo será inhóspito de principio a fin.
Y todo será cumplido.
Visto desde aquí, el cielo añade a sus estigmas
los destellos sangrantes del desierto. El viento
aúlla espejismos a ras de las más sublimes piedras
y eriza los mechones pardos de la zarza incombustible;
revela con nerviosa caligrafía fechas y sitios,
nombres y números que habré de recoger con exactitud
en mi Escritura. He ahí la tierra donde la legión
es un puñado de polvo arrojado aprisa,
y la montaña de sus huesos un dromedario en reposo.
No quebrante a la rama el paso de naciones afligidas,
ni oscurezca más a la piedra tanto polvo;
si nadie vuelve será por no fingir que halló
un dios de labios resecos incapaz de pronunciar
destellos celestiales. Visto desde aquí, el cielo
es una garra escarbando la víscera y la bilis,
una vértebra descoyuntada de necia geometría.
¿Un buey gemebundo? ¿Si no por qué —teorizo—
el mugido deslumbrante de su entraña?
El fuego de la tarde se yergue en fatuos delirios
y recoge con ternura anémonas púrpuras del oasis.
Se desmorona el cielo. Piedras monoteístas
gimen toda la noche en el despeñadero; su estruendo
es coro para el mugido del buey descoyuntado,
alabanza ronca, crujido en la Sagrada Estructura.
Salvo la conciencia de “estar”, el pensamiento
es una ruina impalpable, un destello retorcido
entre los escombros. No obstante,
saber de un dios sin cielo es una abstracción
como cualquier otra; acaso desasosiegue más
que estar colgado de cabeza en el vacío,
o menos que los remiendos de carnaza
que nos distinguen de un ángel.
Visto desde aquí, el cielo es un templo sin columnas.
Y es tan amarga su verdad –¡y tan inmerecida!–
como flores de boj en labios del abismo.
Aberración óptica del paisaje: la Cima
que deslumbra es un floreciente abismo,
una frontera interior de lomos enarcados
y roncos escollos donde la mirada rumia su desvelo.
No hay piedad, acaso indiferencia del sol
cuando revienta la costra de los ojos
y eriza las espinas de la sed en la garganta.
Caminar desahucia.
No hemos dejado atrás muros blancos sino sombras
que arrastran oxidados enseres, huesos herrumbrosos,
bestias de acartonada pelambre y mirada huérfana.
¿No es el día una cabra herida que se transmonta
y la noche el delirio calizo de una ciudad abandonada?
¡Irse! ¡Irse! ¿Palabra viviente? No hay piedad.
Nadie nos persigue.
Lejanía y profundidad se disputan
los vastos ardores del crepúsculo. Repasemos:
la profundidad es un recurso geométrico del extravío;
la lejanía una generosa proximidad
que acoge todo cálculo.
¿Cuánto falta?, ¿estamos lejos aún?
—No sé —respondo,
acortando el paso para llegar nunca.
No hay paisaje si los ojos del hombre
son ante lo bello membranas ulceradas;
si en perpetua sequía los colores se asfixian
y el cielo, remotamente pálido,
trasluce su prolongada anemia.
Por eso la montaña y la piedra,
la tabla y la nube, son sombras guturales:
roncas catástrofes que sueña la pupila.
¡Oh córnea!, ¿qué palabra te irrita
del legajo que el viento desescombra?
(Ya de por sí el cielo es una ulceración
expuesta a la crítica y la sorna.)
No mirar nos abstrae de la herida,
evita que el nombre gangrene a la sustancia
y el ala de la peste oscile en la belleza.
Así pues, cielo indescifrable, despliega
ante nos el Manuscrito de tu delirio hagiógrafo
y corrige con tempestades
esta sed de vocablos.
Ni modo de marchar en silencio
mientras a cada paso crujen esqueletos en la arena.
Mejor la carcajada indecente del anciano,
el raquítico alborozo de los niños.
Prevalezcan las plegarias de la muchedumbre árida,
y aun el tono versicular sobre los ayes
del buey sacrificado.
Preferible el poeta “de su tiempo”
humillando a la poesía frente a las Artes.
¡Hey! ¿dónde quedó nuestro espíritu bucólico?
¡Cantemos!
En lo que a mí concierne, cuerpo y alma
se rigen por una sola ley: no adorarás falsos dioses.
En tanto no haya certeza de quién es el verdadero,
ensayo sentidas reverencias, golpes de pecho,
levitaciones, trances. Creo en la Voz
aunque ignore su lenguaje centelleante,
su modulación de trueno
y el tufo atmosférico que lo acompaña.
Evidencias poseo: sarcomas, toses, chancros;
un par de extremidades superiores
que uso para andar a rastras,
y dos piernas henchidas de várices y estigmas.
Gracias a dios todo me sirve,
aun cuando reniego de mi torpe conversión
a la hora de ser inmolado por un sol ortodoxo.
Me ocupa la virtud de altos pensamientos:
¡Gran Mareo, dame el método y el valor
para renunciar a todo lo profano!
¿Debo quebrantar primero mis rodillas o mis hombros?
Sólo tengo fe en mis armas.
Una tormenta de arena —soplo amortajado—
descalzó a los nómadas mientras dormían.
Entre la última vibración y la primera,
irguióse una columna ondulatoria.
Vi mi oreja guarecerse del estruendo
con el pánico zumbando cerca; oí el roce
del espanto entre la cadera y la nuca
de alguien que cayó a mi lado.
Juro que no hubo trompetas ni lenguas de fuego;
nadie proclamó: “Soy el Número y el Nombre.”
Más bien, antes de dormir, creyéndome a salvo
de la muerte con oración y ayuno,
había dudado por primera vez
del fin que todo principio encierra.
¡Ay dios, qué sueño!
A decir verdad exagero en todo lo escrito,
pero lo escribo en serio. Digo lo que me conviene
y sólo pienso en agradar a quien me sigue: danzo,
levito, parloteo. Rara vez distingo el discurso
de cierta animosidad por ser patético, efectista.
He dicho mil veces (tal vez menos) que no hay dios,
y a la mañana estoy modulando mis afanes guturales
para hacerme oír a fuerza.
No permitas, Señor,
que mi ánimo verboso embarulle al pensamiento.
—No me volverán a escuchar —sentencio—,
hasta que aprendan a interpretar mis bufidos.
La vida sólo exige “estar”: ser Uno y Aquí,
fondo y forma, sustancia armónica. Por tanto,
elijo un sitio donde mis ademanes no deformen
la luz que alienta cada día mis furias; reclamo
un hueco con aire suficiente para que al asomarme
a respirar no tenga que matar primero.
Es decir; si de vivir se trata, debo empezar por dejar caer
el cielo que encorva mis hombros;
sacudirme la queja y la plaga de los días tormentosos.
Entonces, con aceptación estoica,
permitiré lleno de gozo que el viento
hinque su dentellada claustrofóbica
y arranque de la tierra mis pies humedecidos.
Acúsome de suplantar la armonía vegetal
de mis actos con fórmulas y razonamientos.
Ajeno es el sol a mis membranas marchitas;
demasiado alto para mi color violáceo y mis cánceres.
Mucho poseo. Sobre todo certeza:
la rueda terminará por hundirse en el polvo
y las armas por perfeccionar mis falanges.
La errancia me enseñó que el vacío
es la posibilidad infinita de crecer y multiplicarse.
Conocí el hartazgo y no conforme
permanecí con mi brazo despellejado
señalando la Cima.
Me acuso, sí,
pero me declaro libre, al fin, de todos los fines.
¿Es relámpago quieto la rama desnuda?
Me llamo Agreste
como el sitio donde todo sabe a herrumbre.
Árido soy
cuando en mi vasta confianza germina la duda:
¿cómo he podido resignarme
un solo instante a lo que no es eterno?
Inhóspita es la belleza de mis manos
a la hora del despojo; no así la forma que adoptan
mis entrañas para recibir la espada redentora.
Me he ocupado ya de contrastar todas las verdades
y de hacer creer a los infieles que no sirve de nada creer.
No se diga mañana que mi nombre es Mentira.
Profetizo que antes del último vocablo
relumbrará una moneda entre mis manos
y será el pago por lo no escrito.
Una lechuza
habrá de recoger sus garras
sobre las cosas entrañables que abandonaré en mi huida.
Alguien cortará de tajo mi brazo extendido
hacia la Cima, y me apedrearán
por señalar el rumbo equivocado.
Digo también que el cielo será una lápida
y mi sombra un reptil ciego.
Polvo habrá que bese los faldones
apestosos de mi manto,
y rabiosas quijadas roerán mis huesos al tercer día
Todo será inhóspito de principio a fin.
Y todo será cumplido.
Cosas ciertas
No sobrevivo, emerjo.
No suspiro, boqueo.
Mis ojos guardan la oscuridad del fondo.
No me deslumbra estar vivo.
Si descendí fue porque quise.
Emerjo, floto, no braceo.
No busco llegar a la orilla
sino al centro.
Quien sobrevive está.
Quien emerje es.
Quien sobrevive debe al azar
su salvación.
Quien emerje goza
de su permanencia en el vértigo.
De gusto, pues.
No suspiro, boqueo.
Mis ojos guardan la oscuridad del fondo.
No me deslumbra estar vivo.
Si descendí fue porque quise.
Emerjo, floto, no braceo.
No busco llegar a la orilla
sino al centro.
Quien sobrevive está.
Quien emerje es.
Quien sobrevive debe al azar
su salvación.
Quien emerje goza
de su permanencia en el vértigo.
De gusto, pues.
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