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lunes, 15 de febrero de 2010

Meditación del errante


Visto desde aquí, el cielo añade a sus estigmas
los destellos sangrantes del desierto. El viento
aúlla espejismos a ras de las más sublimes piedras
y eriza los mechones pardos de la zarza incombustible;
revela con nerviosa caligrafía fechas y sitios,
nombres y números que habré de recoger con exactitud
en mi Escritura. He ahí la tierra donde la legión
es un puñado de polvo arrojado aprisa,
y la montaña de sus huesos un dromedario en reposo.
No quebrante a la rama el paso de naciones afligidas,
ni oscurezca más a la piedra tanto polvo;
si nadie vuelve será por no fingir que halló
un dios de labios resecos incapaz de pronunciar
destellos celestiales. Visto desde aquí, el cielo
es una garra escarbando la víscera y la bilis,
una vértebra descoyuntada de necia geometría.
¿Un buey gemebundo? ¿Si no por qué —teorizo—
el mugido deslumbrante de su entraña?
El fuego de la tarde se yergue en fatuos delirios
y recoge con ternura anémonas púrpuras del oasis.



Se desmorona el cielo. Piedras monoteístas
gimen toda la noche en el despeñadero; su estruendo
es coro para el mugido del buey descoyuntado,
alabanza ronca, crujido en la Sagrada Estructura.
Salvo la conciencia de “estar”, el pensamiento
es una ruina impalpable, un destello retorcido
entre los escombros. No obstante,
saber de un dios sin cielo es una abstracción
como cualquier otra; acaso desasosiegue más
que estar colgado de cabeza en el vacío,
o menos que los remiendos de carnaza
que nos distinguen de un ángel.
Visto desde aquí, el cielo es un templo sin columnas.
Y es tan amarga su verdad –¡y tan inmerecida!–
como flores de boj en labios del abismo.



Aberración óptica del paisaje: la Cima
que deslumbra es un floreciente abismo,
una frontera interior de lomos enarcados
y roncos escollos donde la mirada rumia su desvelo.
No hay piedad, acaso indiferencia del sol
cuando revienta la costra de los ojos
y eriza las espinas de la sed en la garganta.
Caminar desahucia.
No hemos dejado atrás muros blancos sino sombras
que arrastran oxidados enseres, huesos herrumbrosos,
bestias de acartonada pelambre y mirada huérfana.
¿No es el día una cabra herida que se transmonta
y la noche el delirio calizo de una ciudad abandonada?
¡Irse! ¡Irse! ¿Palabra viviente? No hay piedad.
Nadie nos persigue.



Lejanía y profundidad se disputan
los vastos ardores del crepúsculo. Repasemos:
la profundidad es un recurso geométrico del extravío;
la lejanía una generosa proximidad
que acoge todo cálculo.
¿Cuánto falta?, ¿estamos lejos aún?
—No sé —respondo,
acortando el paso para llegar nunca.



No hay paisaje si los ojos del hombre
son ante lo bello membranas ulceradas;
si en perpetua sequía los colores se asfixian
y el cielo, remotamente pálido,
trasluce su prolongada anemia.
Por eso la montaña y la piedra,
la tabla y la nube, son sombras guturales:
roncas catástrofes que sueña la pupila.
¡Oh córnea!, ¿qué palabra te irrita
del legajo que el viento desescombra?
(Ya de por sí el cielo es una ulceración
expuesta a la crítica y la sorna.)
No mirar nos abstrae de la herida,
evita que el nombre gangrene a la sustancia
y el ala de la peste oscile en la belleza.
Así pues, cielo indescifrable, despliega
ante nos el Manuscrito de tu delirio hagiógrafo
y corrige con tempestades
esta sed de vocablos.



Ni modo de marchar en silencio
mientras a cada paso crujen esqueletos en la arena.
Mejor la carcajada indecente del anciano,
el raquítico alborozo de los niños.
Prevalezcan las plegarias de la muchedumbre árida,
y aun el tono versicular sobre los ayes
del buey sacrificado.
Preferible el poeta “de su tiempo”
humillando a la poesía frente a las Artes.
¡Hey! ¿dónde quedó nuestro espíritu bucólico?
¡Cantemos!



En lo que a mí concierne, cuerpo y alma
se rigen por una sola ley: no adorarás falsos dioses.
En tanto no haya certeza de quién es el verdadero,
ensayo sentidas reverencias, golpes de pecho,
levitaciones, trances. Creo en la Voz
aunque ignore su lenguaje centelleante,
su modulación de trueno
y el tufo atmosférico que lo acompaña.
Evidencias poseo: sarcomas, toses, chancros;
un par de extremidades superiores
que uso para andar a rastras,
y dos piernas henchidas de várices y estigmas.
Gracias a dios todo me sirve,
aun cuando reniego de mi torpe conversión
a la hora de ser inmolado por un sol ortodoxo.



Me ocupa la virtud de altos pensamientos:
¡Gran Mareo, dame el método y el valor
para renunciar a todo lo profano!
¿Debo quebrantar primero mis rodillas o mis hombros?
Sólo tengo fe en mis armas.



Una tormenta de arena —soplo amortajado—
descalzó a los nómadas mientras dormían.
Entre la última vibración y la primera,
irguióse una columna ondulatoria.
Vi mi oreja guarecerse del estruendo
con el pánico zumbando cerca; oí el roce
del espanto entre la cadera y la nuca
de alguien que cayó a mi lado.
Juro que no hubo trompetas ni lenguas de fuego;
nadie proclamó: “Soy el Número y el Nombre.”
Más bien, antes de dormir, creyéndome a salvo
de la muerte con oración y ayuno,
había dudado por primera vez
del fin que todo principio encierra.
¡Ay dios, qué sueño!



A decir verdad exagero en todo lo escrito,
pero lo escribo en serio. Digo lo que me conviene
y sólo pienso en agradar a quien me sigue: danzo,
levito, parloteo. Rara vez distingo el discurso
de cierta animosidad por ser patético, efectista.
He dicho mil veces (tal vez menos) que no hay dios,
y a la mañana estoy modulando mis afanes guturales
para hacerme oír a fuerza.
No permitas, Señor,
que mi ánimo verboso embarulle al pensamiento.
—No me volverán a escuchar —sentencio—,
hasta que aprendan a interpretar mis bufidos.



La vida sólo exige “estar”: ser Uno y Aquí,
fondo y forma, sustancia armónica. Por tanto,
elijo un sitio donde mis ademanes no deformen
la luz que alienta cada día mis furias; reclamo
un hueco con aire suficiente para que al asomarme
a respirar no tenga que matar primero.
Es decir; si de vivir se trata, debo empezar por dejar caer
el cielo que encorva mis hombros;
sacudirme la queja y la plaga de los días tormentosos.
Entonces, con aceptación estoica,
permitiré lleno de gozo que el viento
hinque su dentellada claustrofóbica
y arranque de la tierra mis pies humedecidos.



Acúsome de suplantar la armonía vegetal
de mis actos con fórmulas y razonamientos.
Ajeno es el sol a mis membranas marchitas;
demasiado alto para mi color violáceo y mis cánceres.
Mucho poseo. Sobre todo certeza:
la rueda terminará por hundirse en el polvo
y las armas por perfeccionar mis falanges.
La errancia me enseñó que el vacío
es la posibilidad infinita de crecer y multiplicarse.
Conocí el hartazgo y no conforme
permanecí con mi brazo despellejado
señalando la Cima.
Me acuso, sí,
pero me declaro libre, al fin, de todos los fines.
¿Es relámpago quieto la rama desnuda?



Me llamo Agreste
como el sitio donde todo sabe a herrumbre.
Árido soy
cuando en mi vasta confianza germina la duda:
¿cómo he podido resignarme
un solo instante a lo que no es eterno?
Inhóspita es la belleza de mis manos
a la hora del despojo; no así la forma que adoptan
mis entrañas para recibir la espada redentora.
Me he ocupado ya de contrastar todas las verdades
y de hacer creer a los infieles que no sirve de nada creer.
No se diga mañana que mi nombre es Mentira.



Profetizo que antes del último vocablo
relumbrará una moneda entre mis manos
y será el pago por lo no escrito.
Una lechuza
habrá de recoger sus garras
sobre las cosas entrañables que abandonaré en mi huida.
Alguien cortará de tajo mi brazo extendido
hacia la Cima, y me apedrearán
por señalar el rumbo equivocado.
Digo también que el cielo será una lápida
y mi sombra un reptil ciego.
Polvo habrá que bese los faldones
apestosos de mi manto,
y rabiosas quijadas roerán mis huesos al tercer día
Todo será inhóspito de principio a fin.
Y todo será cumplido.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me parece que este es uno de tus poemas más logrados y uno de aquellos memorables.