POETA DE TODOS: JUAN BAÑUELOS (In memoriam)
Es triste colgarse de la memoria
de nuestros muertos, tanto como sacar nuestros mejores pasos de baile cuando el
salón ya está vacío y se empiezan a apagar las luces. Triste pero irremediable
costumbre de no acabar de soltarse del brazo exánime. Mi trato con Juan
Bañuelos inició a principios de los años ochenta, cuando un par de queridos
mecenas me animaron a acercarme a su taller en el Instituto Cultural
México-Cubano “José Martí” y subsidiaron
mis viajes cada fin de semana, durante más de un año, al entonces Distrito
Federal. El puñado de poemas que llevaba para pasar el filtro (unos setenta
aspirantes, creo) e integrarme a su taller quedó reducido a dos textos que, sin
duda, tenían la impronta del maestro: “Para saber que estamos vivos” y otro que
por entonces empezaba a tomar forma: “La casa de enfrente”. (Las casualidades a
veces son crueles y por estos días autofestejé precisamente los 35 años de
publicación del librito donde están incluidos ambos).
Hay
tres momentos que hoy se me agolpan en la relación con Juan durante estas
décadas: hacia 1981, desafiando una tormenta citadina, pude llegar chapaleando
al taller casi convencido de que no encontraría a nadie sesionando (¿alguien
estaría tan loco como para asistir en pleno diluvio y presenciar estoicamente cómo
sus poemitas eran trasquilados, carajeados, amonestados y, finalmente, con
bondad magisterial, sancionados? Nadie en su sano juicio o en insana
sobriedad). Pero Juan estaba ahí, solo y su traje, solo y un libro de poesía
indígena, solo y su bigote. Así que la fortuna, el aguacero y la formalidad del
poeta obsequiaron al renacuajo empapado una tarde exclusiva de charla y
aprendizajes memorables.
En
2002 salió a la luz “Permanencia en el vértigo”; yo había decidido hacer sólo
una presentación del libro, con un presentador de lujo. Con el apoyo de Joel
Dávila la hicimos en Tlaxcala y, por supuesto, con la presencia honorífica de
Bañuelos. Como era su costumbre, el maestro tomaba notas, garabateaba sus impresiones
y desarrollaba líricamente su locución. Eran los días del bombardeo criminal a
Irak por los gringos y aparecían en los periódicos fotos terribles; una de
ellas, la de una muchacha con el rostro sangrante, pespuntado por las esquirlas,
y la mirada llena de orfandad, me sirvió de marco para dedicar esa lectura.
Pasado el ceremonial cuasiquinceañero de las presentaciones literarias (como
dijera otro bardo chiapaneco), nos quedamos ambos Juanes charlando largo rato
sobre la “cuesta de la guerra”, esa maldición humana que entrevió con tanta
lucidez Roger Caillois muchas décadas antes.
Nuestro
último encuentro presencial fue hacia 2011 en la librería de la Universidad
Iberoamericana Puebla. Casual como otros, pero entrañable siempre. Estaba
decepcionado por la parsimonia con que el Fondo de Cultura Económica tomaba la
publicación de su Poesía completa, prometida varios años atrás. Para
confortarlo, le dije que El traje que
vestí mañana (Plaza y Janés, 2000), su elegante obra reunida, no era un
libro de ocasión, sino de etiqueta. Sonrío por la ocurrencia. Cuando me
preguntó “¿Qué escribes ahora?”, le hablé a tropezones de un par de proyectos, distraído,
casi sin concentrarme en la respuesta: había sentido el espaldarazo magnánimo
del maestro que sabe que otra pregunta (¿Aún escribes?) ya sobraba. Eso
imaginé. Y eso asusta viniendo de quien viene. Nos despedimos y quedamos de
vernos en unas semanas… Había empezado a llover, leve, de risa.
Mi
siguiente contacto con Juan ya no fue personal, sino a través de un libro-homenaje
a su trayectoria que publicaron la misma Ibero y la UAT en 2013: colaboré en la
corrección de estilo, diseñé los forros, los ilustré con una pintura mía y
escribí la cuarta de forros. Sí, ya sé que suena abusiva la primera persona en
esa labor editorial. Ni modo. Pero eso significaba: una manera de reencontrarse
sin encontrarse. Ignoro qué opinó Juan sobre el diseño y las palabras, pero es seguro
que vio en ellas un abrazo efusivo y un gesto más de admiración. Dice el texto
de la cuarta: “Precario es el intento de atisbar la dimensión de una obra
poética que, forjada en más de cincuenta años de oficio escrupuloso, ensancha
sus cepas olorosas a resina a lo largo y ancho de ese mapa llamado México que
se mira largamente y duele. Quizá por esto la de Juan Bañuelos es poesía que
trepa buscando alta luz sobre los muros del agravio y el desconsuelo; otea el
aire enrarecido que dejan a su paso las mesnadas bárbaras y denuncia, pero
nunca pontifica ni hace suyo el sermón utilitario de la propaganda. Dada su
raigambre, esta poesía no precisa homenajes ni recompensas para cumplir sus
haberes con sabiduría decantada en las letras hispanoamericanas”. Ahora más que
nunca eso creo.
Alguien
apaga la última luz del salón de baile, pero hay música y poeta para rato. Su
nombre: Juan Bañuelos.