Rostros, harapos…
1
Atrás de mi casa hay una sucia bandera ondeando desde septiembre de 2014.
Atrás de mi casa hay una sucia bandera ondeando desde septiembre de 2014.
Con las lluvias se ha percudido y el sol la
líe con obstinada rabia, como esa que sigue provocando ver las fotos de los
estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa; muchachos recios, morenos, curtidos en
la montaña y la costa, con la picardía de la edad en la mirada unos, con la
gravedad en el gesto otros.
Éstos no tienen cara de
intelectuales de café como algunos del #YoSoy132 que hasta Televisa apapachó en
sus espacios estelares hace tres años. A lo mejor ellos no han leído a Touraine
ni a Bourdieu, pero se dice por ahí que leen mucho y conocen muy bien la
historia de México. No tienen el pegue mediático de Marcos o Sicilia, pero sí la reciedumbre de Mario Luna o Nestora
Salgado.
Hasta en la lucha de
clases hay clases.
Más de diez meses después,
los muchachos no están, ni allá ni aquí. Ni siquiera están.
Y eso ofende, como esta
imagen que de pronto se revela al centro de la bandera desleída: un monstruo
parado en un peñasco devorando a sus hijos.
Me niego a aceptar que los
cuarenta y tres jóvenes normalistas “están desaparecidos”, porque esto implica
una contradicción más que jurídica, filosófica: si se está desaparecido NO SE
ESTÁ. Igual que “estar ausente” significa que NO SE ESTÁ.
Y lo importante y urgente no
es sólo que aparezcan, sino que NO DEJEN DE EXISTIR.
Es la única manera en que
podríamos reconciliarnos con ese harapo tricolor que cuelga del aire.
2
Posteamos y posteamos infinita y casi religiosamente nuestra indignación
(con la parte de vacío que implica la infinitud y la contrición que implica lo
religioso): Atenco, Tlatlaya, Chalchihuapan,
Ayotzinapa, Otsula… La ira se convierte en las redes sociales en una partícula
que avanza sin dirección en un universo voraz. Dice Flaubert en La educación sentimental: “las emociones
extraordinarias producen las obras sublimes”. Y mucha de nuestra agitación
frente a los terribles hechos que nos duelen hoy no alcanza a producir, a
crear; se queda un tiempo en el aire y se esfuma. El problema aquí radica en la
sustitución que hemos hecho del contacto, del diálogo cara a cara, por un posteo
indignado que sirve más para acallar nuestra conciencia en lugar de quitarle la
correa y lanzarla a la calle. La mejor “obra sublime” que podría producir
nuestra indignación por los jóvenes normalistas desparecidos y por todas las
víctimas de la impunidad, sería hoy dejar que el puño se crispe, se hinche
nuevamente de sangre y derribe esa puerta virtual que nos separa cada vez más
de los actos verdaderos.